Recuerdo estar sentado en mi habitación, en 1997. Un póster gigante de Kurt Kobain adornaba la pared a mi espalda. Había encontrado una agenda caduca que mi padre había desechado, por no saber cómo llevar una agenda. Era curioso ver un libro vacío como ese, con fechas, calendarios, efemérides y espacios para anotaciones de un año que ya había terminado, sin nada que registrara alguna actividad hecha por él. Me hacía pensar que ese año, quizá, había sido en vano. Me ponía triste ese simbolismo. Para esa agenda había una nueva oportunidad: yo.
La influencia del virginal Internet y algunos programas de televisión populares para la época me motivaban a querer escribir. Usaría aquella agenda vencida para dar forma a una historia que tenía entre manos. Primero me sentí atraído por historias de suspenso, esas en las que hay un asesino que anda haciendo de las suyas y que no sabrás de quién se trata hasta la última página del libro. Una tarde, sentado en el «living» de mi casa, mientras escribía, le pregunté a mi madre, gritando: «Ma, ¿qué nombre se te ocurre para el personaje principal de mi historia?». Ella, que siempre se divertía con mis hobbies, respondió: «¿Qué te parece Arnold?». Simpática sugerencia, ella sabía que, si sugería alguno como Pedro, Manuel o Carlos, yo lo desestimaría, pues sabía muy bien que yo estaba muy influenciado por todo lo anglosajón. La historia que resultó era una obvia copia de «I Know What You Did Last Summer», película que convenientemente había visto unas cuatro veces en el cine ese último verano. Pero en ese momento, no importaba si mi impulso de escritor era reescribir una secuela ajena, lo que resultaba maravillo era que tenía ganas de escribir, crear y hacer que otros me leyeran. Aunque hoy no recuerdo qué nombre le di a aquella macabra historia, la curiosidad de convertirme en escritor nunca se detuvo.
Con el tiempo, seguí escribiendo, pasando por poesía depresiva, textos esperanzadores, opiniones sobre lo que mi adolescencia me pedía, etc. Hasta que con el paso de los años llegué a reflexiones de interés social, temas que a todos interesarían y que iban en sintonía con lo que yo me estaba convirtiendo como hombre adulto. Considero ese momento, de aquel año crucial, el principio del futuro, de fomentar esa magia que nace en la mente y que se desarrolla en el corazón de quien tiene mucho que decir y solo las letras lo pueden soportar. No puedo imaginar qué hubiese pasado si esa agenda hubiera estado llena, con pocas hojas o ninguna para usar. Me pregunto si eso me habría detenido. Pero, sin duda, cuando di ese primer paso, ya me encontraba en la mitad de lo que vendría, un poco como la frase de esta introducción. Mucho tiempo ha pasado, pero aquí está una selección que reúne esas ideas, recuerdos y opiniones, que, desde aquel entonces, fui guardando y actualizando en la medida que Microsoft Word me pedía instalar sus nuevas versiones. Creo que ahora es el tiempo ideal